Hoy le quiero compartir una histora:
Necesito un abrazo
Para ganarme la vida, lo que hago es conducir un taxi. Normalmente lo hago en el turno de la noche. Mi taxi se ha convertido en un confesionario móvil. Los pasajeros se suben y se sientan en la parte de atrás en total anonimato y me cuentan acerca de sus vidas. Muchas de las personas me cuentan historias que me ennoblecen, me asombran, algunas me hacen reír, y otras me deprimen. Pero ninguna me ha conmovido tanto como aquella mujer que recogí aquella fría noche de agosto.
Eran unos pequeños edificios en una zona tranquilla de la ciudad. Asumí que recogería algunos borrachos o algunos saliendo de una fiesta o tal vez algún trabajador que tendría que llegar temprano a su fábrica. Eran las 2 y 30 de la mañana cuando llegué a la dirección mencionada. El edificio estaba oscuro, excepto un atenúo de luz en la ventana del primer piso. Aunque la situación se veía peligrosa, de todas maneras decidí caminar hacia la puerta. Este pasajero debe ser alguien que necesita de mi ayuda, me dije a mi mismo. Así que caminé hacia aquella luz y toqué la puerta. “Un momento por favor” respondió una frágil voz.
Pude escuchar que algo era rastreado a través del piso. Después de una larga pausa, la puerta se abrió. Una pequeña mujer de unos 80 años se paró en frente de mí, llevaba puesto un vestido floreado y un sombrero con un velo como alguien salido de las películas de los años 40. A su lado una pequeña maleta de nylon.
El departamento se veía como si nadie hubiera vivido allí por muchos años. Todos los muebles estaban cubiertos con sábanas, no había relojes en las paredes, no se veían ninguna decoración. En la esquina estaba una caja de cartón llena de fotos y una vajilla de cristal.
La señora no se cansaba de repetir su agradecimiento por mi gentileza. “No es nada señora” le dije, “yo estoy acostumbrado a tratar bien a mis pasajeros y a tratar de ayudarles cuando puedo.”
“No estoy segura” dijo ella, “en estos tiempos nadie quiere ayudar a nadie”.
Cuando llegamos al taxi me dio la dirección. Entonces me pidió que si podía manejar a través del centro de la ciudad. “Claro que si” le dije, “pero eso le va costar mucho. El camino será mucho mas largo.”
Ella dijo “No importa. Tengo todo el tiempo del mundo. No tengo prisa ya que estoy en camino hacia el asilo”.
La miré por el espejo retrovisor. Sus ojos estaban llorosos. “No tengo familia” me comentó “y el doctor dice que no me queda mucho tiempo de vida”.
Disimuladamente tiré mi brazo y apagué el taxímetro.
“Que ruta le gustaría que camináramos” le pregunté.
Por las siguientes 2 horas manejé a través de la ciudad. Ella me llevó de un lugar a otro. Me pidió que condujera a través de un vecindario dónde ella y su esposo habían vivido cuando recién se habían casado.
Nos detuvimos en frente de un almacén dónde una vez hubo un salón de baile. “Aquí” dijo ella, “mi esposo y yo bailábamos cuando éramos jóvenes”.
Otra vez me pidió que pasara lentamente en frente de otro edificio que yo no podía identificar y ella solo lo veía sin decir absolutamente nada.
Cuando ya cayó el primer rayo de sol en el horizonte ella pausadamente me dijo: “Bueno ahora es el tiempo. Vamos hacia el asilo.” Manejé en silencio hacia la dirección que ella me había dado. Era un edificio que no significaba mucho. Dos asistentes vinieron hacia el taxi tan pronto como pudieron. Ellos debían haber estado esperándola. Yo abrí la cajuela para sacar su maleta y entregársela. La mujer estaba lista para sentarse en la silla de ruedas y luego me preguntó: “Cuanto le debo?” “Nada” le dije. “Pero muchacho, tienes que vivir de algo” me respondió ella. “Bueno ya habrán otros pasajeros que me paguen.”
Casi sin pensarlo le aguaché y le abrasé. Ella devolvió aquel abrazo y me sostuvo con mucha fuerza y me dijo: “Hijo necesitaba de este abrazo.” Apreté su mano y ahora era yo que estaba con mis ojos llorosos. Le di un beso y le dije: “Adiós!”
Caminé hacia el taxi. Atrás de mí una puerta se cerró. Fue un sonido de una vida concluida. Aquel día no recogía ningún pasajero. Manejé sin rumbo por el resto del día. No podía hablar. Qué habría pasado, me preguntaba, si la mujer lo había recogido otro conductor mal humorado, o que estuviera impaciente por terminar su turno. Ese día le di gracias a Dios por el privilegio que me dio de servir a mi prójimo.
Mi amigo, en este mundo de comidas rápidas y de unas urgencias enfrenadas, me pregunto, dónde ha quedado la bondad. Me pregunto, que pasara con tantas madres abandonadas, con tantas viudas solas. ¡Por favor extiende tu mano y abraza a aquellos que están en necesidad! Recuerda que tal vez la gente no recordará exactamente lo que hiciste o lo que dijiste, pero siempre recordaran como les hiciste sentir.
Hagamos el bien sin importarnos a quién.
Aquí podrá escuchar el programa: http://www.encuentro.ca/_audios/fln/545enc.mp3